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14/3/2009








Etiopía es un país distinto a todos los demás países africanos, incluso en el calendario. En 1582, el mundo cristiano cambió el calendario juliano por el gregoriano. Etiopía no lo hizo, por lo que está siete años y ocho meses por detrás del resto de los cristianos. Aquí un año tiene trece meses, de los cuales doce son de treinta días y uno de cinco, excepto los bisiestos que tienen seis. Además, como los swahilis, miden el tiempo en ciclos de doce horas que van desde las 6 de la mañana a las 18:00. En otras palabras, a las 7:00 de allí es la 1:00 de aquí y viceversa. Total, un follón.


Para sumar más singularidad al país, cuenta con más de setenta idiomas distintos entre los que destaca el amhárico, el oficial, con su alfabeto caracterizado por esa grafía tan peculiar.


Sin embargo, no pasa por su mejor momento. El estado de emergencia en el que se encuentra, hace que la población no pueda expresarse con libertad.


Etiopía es el quinto país de nuestra ruta. Hemos oído todo tipo de opiniones al respecto. Llegamos tarde la primera noche a Addis Abeba. No hay un alma por las calles y el taxi va como loco por las anchas avenidas.


Llegamos al hotel Baro, en la zona de Piazza. Hemos leído en la guía que es de lo mejorcito en cuanto a alojamientos para mochileros en toda la ciudad. La habitación no tiene más de 4 metros cuadrados y al cuarto de baño hay que entrar de lado de lo estrecha que es la puerta, apenas se sujeta por una bisagra oxidada. Para colmo, un puñado de pequeñas cucarachas corretean por todos lados. Hemos elegido bien.




Addis Abeba es la tercera capital más grande de África y su nombre significa Nueva Flor. Además, está a 2400 metros de altitud lo que se traduce en una considerable bajada de temperatura que nos hace recordar, ya con nostalgia, los días en los que íbamos en manga corta y bañador.


No es una ciudad fácil, en absoluto. La primera visión es una imagen llena de personas lisiadas por la polio, mendigos en la más absoluta miseria, niños andrajosos, falsos estudiantes y muchos carteristas. Te sientes observado en todo momento y la sensación de poder ser atracado en cualquier despiste no se separa de ti hasta que no estás en la habitación del hotel bajo llave. He de reconocer que me han fallado las fuerzas y que he tenido ganas de huir despavorido de aquí, no sé en qué dirección.



Sin embargo, en Addis huele a café recién tostado y es que en cada local y cada esquina, una chica lo tuesta con mimo en un pequeño fuego de carbón, aromatizado con alguna hierba y sentada en un taburete. No podemos evitar la tentación de probarlo una y otra vez por solo 3 o 4 birr (¡unos 20 céntimos de euro!). Está buenísimo.



Además, Etiopía, es el único país que no fue colonizado durante la repartición africana a excepción de Italia que la ocupó cinco años. Supongo que por esto hay tantos restaurantes donde, además de la comida local, puedes comerte una pizza o un plato de pasta, o comprarte algún pastel italiano en alguna de las confiterías con nombres típicos de ese país.



En Addis, visitamos el Museo Nacional, donde se pueden ver los restos de Lucy, la Australopithecus afarensis de 3,4 millones de años. Darse un paseo por el Mercato, uno de los más grandes de África, es para aventureros valientes. Todo el mundo te mira y te dice cosas sin que tú te entiendas un pimiento (por no decir otra cosa). Ahora el mzungu que tantas semanas nos ha acompañado, se ha convertido en faranji.



Por supuesto, probamos el plato típico etíope, la injera con todo. Es una masa en forma de crep hecha a base de tef, un cereal único de aquí y que dejan fermentando varios días, lo que le confiere un típico sabor agrio-ácido, y con la que acompañan todo tipo de comidas como judías, carne o pescados. No apto para todos los paladares.


No ha sido una entrada triunfante al país, pero poco a poco nos vamos entendiendo.


Nos desplazamos en bus, con no pocas dificultades para comprar los billetes, hasta Arba Minch para iniciar una ruta por el Omo sur.


Arba Minch es una ciudad de unos 75.000 habitantes rodeada de verdes colinas y situada entre los lagos Chamo y Abaya en el Valle del Rift. Además, está dividida en dos barrios separados por cuatro kilómetros entre sí, Sikela y Shecha. La primera noche la compartiremos, como ya va siendo costumbre, con un puñado de cucarachas, esta vez como ratones de grandes. ¡¡Nos tendrán en vilo toda la noche!!


Nos comentaron que en el hotel Teruye se comía el mejor asa wat, o lo que es lo mismo, tilapia en salsa (pescado de lago). La oferta no era muy tentadora ya que me imaginaba el sabor a petróleo en mi boca, pero allá que nos fuimos a probarlo. Sorprendentemente, estaba muy bueno. Venía en una cazuelita hecho daditos. En cuanto me lo trajo, el chico volcó el contenido sobre la injera y a comer con las manos.


La idea de hacer la zona sur por tu cuenta y utilizando los transportes locales es bastante complicada por la poca información y por las indicaciones de la gente. Con sonidos guturales y señalando siempre con el dedo en la misma dirección vayas donde vayas, lo arreglan rápido.


Conocimos a Gech, un chico esmirriado de aquí con los pelos a lo afro y pequeñas rastas que moldeaba con sus dedos a todas horas y mascaba chat. Nos ofreció guiarnos por las aldeas del sur.



La primera parada fue Key Affer. Para ello, tomamos un taxi compartido (lo que en Kenia era un matatu) hasta los topes. Tuvimos la suerte de ir en jueves y es que dos días por semana hay mercado, a donde las tribus de los alrededores se acercan a vender sus artesanías y reses. El pueblo dominante son los Ari, aunque también se pueden ver Bena y Hamer.


Los Ari son agricultores y ganaderos, y además grandes productores de excelente miel.


El de Key Affer, es un mercado al aire libre donde todos exponen sus productos sobre mantas. Vemos muchas mujeres Bena, con sus pelos hechos finos tirabuzones y untados con una arcilla roja que les da un aspecto cuidado. Los hombres van con el torso desnudo y con un pañuelo a rayas atado a la cintura hasta la mitad del muslo. Llevan gran cantidad de adornos, como pendientes hechos con pequeñas cuentas de colores o pulseras doradas que se acumulan en sus muñecas por docenas hasta la mitad del antebrazo. En la cabeza, algunos llevan sombreros con tonos amarillos y anaranjados, clips en el pelo de colores y otros, la mayoría, cintas hechas con las mismas perlitas de colores. Es un espectáculo verlos. Algunos incluso llevan armas, de nuevo AK-47; están autorizados a llevarlas, excepto en los mercados.


Gech conoce a mucha gente en el pueblo y gracias a él entramos en un pequeño bar donde compartimos un licor hecho a base de miel y con el que los hombres Bena y Hamer beben hasta acabar como cubas.



Vemos también a varios jóvenes luciendo sus fibrosos torsos desnudos y paseándose por el mercado. Son tres. Por lo visto, al día siguiente participarán en la Ceremonia del Salto del Toro o Bull Jumping. Es la culminación de un ritual de iniciación. El tercer día, las mujeres se emborrachan y son azotadas voluntariamente en la espalda con una vara por el chico que va a saltar. Incluso los incitan para que les golpeen con más saña provocando sangrientos cortes que les dejarán cicatrices que llevarán con orgullo el resto de sus vidas. Los chicos también presumirán con el número de reses que han sido capaces de saltar.



Seguimos camino hasta Jinka desde donde nos desplazaremos a una aldea Mursi dentro del Parque Nacional de Mago. Para acceder a ella, tomamos una carretera que lo atraviesa en un bus que se dirige a una fábrica de azúcar, situada más allá del parque.


El camino es muy bonito. Una empinada subida llena de curvas cerradas y camiones volcados a ambos lados de la carretera dan lugar a una sinuosa bajada que hace que te agarres con fuerza al reposabrazos del asiento y aguantes el aliento hasta que bajas a ras. Las vistas desde arriba del Valle del Omo son realmente impresionantes.


Pasado un rato, el bus se para en medio del camino y Gech nos indica que estamos cerca. Nos bajamos y andamos unos metros y allí está la aldea. Está compuesta por un puñado de chozas hechas a base de paja custodiada por un cerco de espinos que la rodea por completo. Enseguida empiezan a salir señoras mayores y chicas adolescentes vestidas con sus mejores galas. Algunas llevan unos enormes colmillos que les cuelgan por la cara. Otras llevan collares, cuernos, frutas y todo tipo de abalorios. Todas tienen algo en común, las enormes dilataciones en las orejas y, sobre todo, en los labios, que desde adolescentes van estirando hasta que son capaces de pasárselos por la cabeza. Los platos que ocupan el hueco están hechos a partir de una roca de la zona y decorados con pinturas varias.

Unos pocos hombres vigilan (o más bien descansan) a la sombra de un enorme árbol a la entrada del poblado. Van vestidos solo con un pareo a rayas hasta la rodilla y la cara pintada con barro. Todos llevan una AK-47, de nuevo, que nos da mucho respeto. Se nota el paso de los turistas por aquí.



Los mursi tienen fama de hostiles. Al parecer, nunca se mezclan con otras tribus y en días de mercado, los hombres se ponen hasta arriba de tej o directamente de alcohol al 70% con lo que, al cruzarse con otras, se lía la de San Quintín.


Por la tarde vamos a un pobladito Ari. En el camino, una familia nos invita a ver cómo hacen la injera y a probarla. Nos reciben una mujer mayor y otra más joven que están haciendo algunos jarrones y recipientes de barro para el mercado del día siguiente. Muelen la piedra y tras mezclarla con agua obtienen la arcilla. Además, un millón de niños nos sigue, jugueteando con nosotros, cogiéndonos de la mano y riendo sin parar.


Ya casi a la vuelta, una moto estará a punto de provocar una desgracia. Mientras esperamos un tuk tuk, uno de los niños de unos 10 años sale corriendo en el momento en el que pasa una moto. Sigo la secuencia con la mirada y veo cómo la moto golpea al niño haciéndolo saltar por los aires y cayendo desplomado al suelo. Nos quedamos sin respiración. Salimos corriendo hacia él. Estaba muy aturdido y con la rodilla derecha completamente abierta. Mientras lo sostengo entre los brazos temo que deje de respirar. No podríamos perdonárnoslo. Estaban jugando con nosotros tan felices y algo terrible estaba a punto de pasar. Corriendo y entre los gritos de las mujeres y los que por allí andaban, lo montamos en una moto. Nosotros fuimos detrás en un tuk tuk hasta el hospital. Cuando llegamos, la escena nos rompió el corazón, un montón de hombres hablaba en la puerta de una de las garitas mientras el pobre chaval esperaba solo sentado en un banco a unos metros. Le pusieron una venda y para casa. En ningún momento soltó una lágrima mientras nosotros luchábamos por contenerlas.


Al día siguiente fuimos a verlo y a llevarle algunas medicinas. Cuando llegamos a su casa, allí estaba, sentadito en el escalón, con la misma ropa de ayer hecha jirones y la venda llena de sangre y moscas. Nos preguntamos qué hubiera ocurrido si esto hubiese sucedido en España. La madre muy agradecida se despidió de nosotros, pero el sentimiento de culpa que nos embargaba era enorme. No por haber estado en el momento del accidente sino por seguir con nuestras vidas de occidentales llenas de comodidades y recursos.


Continuamos hasta Turmi pero antes pararemos en una pequeña aldea Hamer. En una de las chozas, una mujer muele maíz con una piedra mientras sus tres hijos juguetean con cualquier cosa. Entramos y nos sentamos con ellos. La señora nos invita a café, o más bien a una bebida hecha con las hojas hervidas de éste. De repente, una tromba de agua empieza a caer como si se acabara el mundo poniéndonos a todos como sopas. El interior de las cabañas acaba chorreando pero el momento es mágico. Se ha hecho de noche y la oscuridad es absoluta. Estamos alrededor del fuego, dentro de una casa Hamer con una familia, esperando que amaine el temporal. Cuando acaba la lluvia, nos vamos hacia la carretera donde nos espera un coche. Las nubes se han ido y en el cielo hay un millón de estrellas. Es otro momento inolvidable.


Nuestro periplo por el sur de Etiopía llega a su fin. Emprendemos la vuelta a Addis Abeba parando en Karat-Konso, donde nos sorprende la enorme cantidad de soldados y policía que hay debido a conflictos tribales.


Addis, dulce Addis.

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