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Y por fin el mar de los Swahili








Para llegar al paraíso hay que sufrir y eso mismo nos ocurrió a nosotros. Casi en el ecuador del viaje queríamos hacer un descanso disfrutando de la costa índica de Tanzania.


Compramos un billete hacia Dar Es Salaam en un autobús “Luxury” para empezar a disfrutar cuanto antes. La salida era a las 6 de la mañana con lo que teníamos que estar media hora antes en la estación. A esa hora salían todos los autobuses de la mañana hacia todas direcciones con lo que aquello parecía un hormiguero de gente corriendo y gritando los destinos de sus respectivos buses como locos.


Nos dirigimos a la oficina donde compramos los billetes y un chico nos acompañó hasta la puerta misma del coche. Por supuesto, no era el mismo de la foto. Nos decía que el nuestro había sufrido un accidente y que debíamos ir en aquel. El espacio que había entre los asientos era nulo y el olor a pescado seco, intenso. El suelo del pasillo estaba decorado con una polvorienta alfombra a juego con las cortinillas. Mi ventanilla no se abría y el calor era importante. Por último, además de los 55 compañeros humanos de viaje, se unió una generación entera de cucarachas que salían de todos los recovecos y esquinas. Total, un viaje muy agradable.


Seis horas después, empezamos a entrar en la ciudad. El tráfico infernal y los pitos de las motos y coches no hacen honor a su nombre y es que Dar Es Salaam significa en árabe Remanso de Paz. Nada más lejos de la realidad. Con más de cuatro millones de habitantes es la ciudad más grande y rica de Tanzania y fue durante más de veinte años la capital del país, hasta que en 1996 fuera trasladada a Dodoma.


Aunque aún no lo sintamos, hemos llegado al Océano Índico.



Desde Dar, tomaremos otro bus para meternos de lleno en la costa Swahili. Nos estableceremos en Kilwa Masoko. Es un pequeño pueblo costero decorado por altísimas palmeras que parecen mantener el equilibrio sobre sus finos troncos.


Llegamos de noche al pequeño pueblo lo que no nos permitió ver nada, pero gracias a Joel, un chico que venía en nuestro bus, encontramos posada y es que la gente aquí se presta sin esperar nada a cambio. Nos guió por el pueblo en absoluta oscuridad, chequeando cada uno de los alojamientos hasta que encontró uno adecuado.


Aquí hemos conocido a Rafiki, un chico que conducía un bajaji con su camiseta del Manchester United y que ha sido nuestro chófer al que llamábamos para ir de aquí a allá. En realidad así es como él me llamaba a mí y yo a él. Rafiki en swahili significa amigo.


Un bajaji es una moto de tres ruedas en cuya parte trasera tiene un compartimento habilitado para llevar a dos o tres pasajeros y todo lo que quepa. Lo que en otros sitios se conoce como tuk tuk o motocarro. El de Rafiki era negro decorado con la bandera de Ghana. Era un buen piloto, y a fin de evitar los agujeros de los polvorientos caminos era capaz de poner el trasto a dos ruedas en las curvas si mover un pelo. Rafiki no hablaba nada de inglés y las únicas palabras que decía en swahili eran rafiki y sawa sawa, que significa de acuerdo, así que nuestras conversaciones eran de lo más interesantes. Lo llamaba por la mañana por teléfono y esto es lo que pasaba:


  • Rafiki: ¡¡Rafiki!!

  • Yo: ¡¡Rafiki!!

  • Rafiki: ¡¡Sawa sawa!!


Y venía por nosotros.


Rafiki en su bajaji




A la mañana siguiente de llegar a Kilwa Masoko nos desplazamos hasta Kilwa Pwani, a 4 kilómetros al noreste. El bajaji nos dejó al final de un enrevesado camino y tras andar unos metros se abrió ante nosotros una fotografía de postal. Un puñado de palmeras cargadas de cocos tras las cuales se encontraba una playa de arena clara, haciendo un contraste inolvidable con las aguas turquesas de mar. En uno de los extremos se podían apreciar desde la distancia un montón de barquitas de pescadores. El resto de la playa entera para nosotros.


Nos alojamos en el Kilwa Star, un hotel compuesto por 5 casitas en la mismísima playa, venido a menos (a muchísimo menos). No había ni el tato ni agua caliente. Éramos los únicos huéspedes. Lo llevaba una chica con pelo morado muy simpática con su hija pequeña a cuestas siempre, acompañada de 2 muchachos y una mujer.


El sitio era encantador para retirarse una temporada. En la parte de los pescadores, las mujeres limpiaban el pescado sentadas sobre la arena y cantando coplillas mientras los hombres sacaban enormes capachas cargadas de peces de distintos tipos y pulpos, que tuvimos la suerte de probar con un toque indio para morirse de bueno. Uno de los tipos de pescado era una especie de boquerones de menor tamaño. Estos los disponían sobre una lona extendidos sobre la arena con el fin de secarlos al sol y conservarlos largos periodos de tiempo. Es típico en los mercados ver montañas de pescaditos de estos secos con un fuerte olor a rancio. Se usan en guisos.



Cerca de Kilwa Masoko se encuentran las ruinas de Kilwa Kisiwani, y Songo Mnara, son Patrimonio de la Humanidad y el vestigio de dos importantes puertos comerciales donde, desde el siglo XIII hasta el XVI, una gran parte del comercio del Océano Índico pasó por las manos de los mercaderes de Kilwa que traficaban con oro, plata, perlas, perfumes, loza de Arabia, cerámica de Persia y porcelana de China.


Nos hubiéramos quedado más tiempo pero debíamos continuar nuestra vuelta hacia el norte por la costa. Pensamos en ir a la Isla de Mafia, pero no nos cuadraban los números y Zanzíbar la habíamos descartado desde el principio. En algún sitio leímos algo de una isla de 4 km cuadrados a unas pocas millas de la costa: Songo Songo.


Para llegar a ella debíamos desplazarnos hasta Kilwa Kivinje y allí cruzar a la isla. Cuando llegamos al puerto de salida, la marea estaba tan baja que parecía un cementerio de barcos, todos tumbados de lado. Son las 10 cuando llegamos y en teoría el barco salía a las 11:30 h, pero no saldrá hasta que el agua vuelva a subir. Son las 13:30 h cuando un bote pequeño de madera se acerca a la orilla y la gente se precipita sobre él cargada con todo tipo de cajas y sacos. La pequeña barca se balancea de un lado a otro mientras nos acercamos al dhow que nos llevará a la isla.






El dhow es un barco de madera de origen árabe cuya característica principal es su vela triangular. Cuando estamos dentro y sentados en el suelo, todos ayudan a izar las velas tirando de una gruesa maroma a lo que me animo por aclamación popular. ¡¡Se ríen al ver a un mzungu tirando de la cuerda!!




Un poco más de dos horas de travesía son suficientes para llegar a este paraíso en la Tierra. Un puñado de casitas se mezclan con palmeras en lo que dicen que es el centro del pueblo. Además, un billar debajo de un sombrajo y el Mr. Georgi, un bar con la música a toda pastilla al que los jóvenes se arriman a rondar a las mozas.


Somos una vez más la atracción y es que esto no está preparado para turistas y no debe haber pasado ninguno en mucho tiempo. Nos montamos en un bajaji y será él el que nos lleve de aquí para allá durante nuestra estancia en la isla. El chico se llama Rafiki, de nuevo…


Incluso vienen a vernos a nuestro hostal. La primera visita corre a cargo del impertinente alcalde, interesado en el motivo de nuestra “misteriosa” visita al pueblo. La segunda, Konja, un pescador local encantador que nos regaló unos cocos recién cogidos de la palmera y de los que nos tomamos su dulce agua. Y Fundi, al que conocimos en el puerto y que a las siete de la mañana estaba picando en la puerta de nuestra habitación para llevarnos a ver cosas, a pesar de no haberle dicho dónde nos alojábamos. Nos acompañó todo el día.


Konja

Fundi enseñándonos la isla

Paseamos por sus idílicas playas y disfrutamos de sus habitantes. Nos ha gustado Songo Songo, a pesar de su comida, demasiado local y de que no haya una sola ducha en todo el pueblo.



Continuando en el camino hacia el norte, pasamos unos días en Bagamoyo. Para llegar hasta aquí hacemos cambio de bus en Dar a las 7 de la tarde con lo que llegamos a Bagamoyo a las 9 de la noche. Exhaustos, hambrientos y sucios buscamos dónde quedarnos. Tras ver dos antros, vamos a otro que nos recomienda un chico local. Cuando entramos, un jardín rodeado de palmeras nos recibe mientras una pareja charla tras la cena a la luz de las velas. El chico nos saluda y nos pregunta que de qué parte de España somos y que si queremos jamón del bueno con pan con tomate…se nos saltan las lágrimas de la alegría. Él es Miquel, de Barcelona y ella, la dueña, Jo, de Zimbawe. Nos cenamos el jamón y una riquísima pasta invitación de la casa.


Esta pequeña ciudad de 30.000 habitantes, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, fue capital de la África Oriental Alemana y uno de los puertos comerciales más importantes de África. Caben destacar el Old Fort, que pasó de ser una casa privada a fuerte para los ingleses pasando por almacén de esclavos de un sultán.


También la primera iglesia católica del Este del continente o la iglesia anglicana donde el cuerpo sin vida del Dr. Livingstone pasó una noche. Por lo visto, una malaria se lo llevó al otro barrio en Zambia y su cuerpo fue trasladado desde allí, meses después, conservado en sal. Luego fue trasladado a Inglaterra aunque su corazón fue enterrado en Zambia.


Pasaremos un par de días en este pequeño pueblo de aires coloniales a la orilla del Índico.


De aquí iremos a Tanga, únicamente para acercarnos a la frontera. El viaje una vez más, será largo e incómodo, pero conoceremos a Ali y su familia y compartiremos coche con ellos. Por el camino nos cuenta cosas de su país, su trabajo… y Ramhla, la pequeña de 4 años nos coge mucho cariño.


Ali y familia

Nuestros días en Tanzania llegan a su fin. Recuerdo que hace unos meses en un avión a Barcelona coincidí con un señor a mi lado. Cuando vio que leía una guía de África me dijo que él había sido el primer embajador y fundador de la Embajada de España en Dar Es Salaam y que estaba enamorado de Tanzania y sobre todo de su gente. Nosotros también nos hemos enamorado de Tanzania y sobre todo de su gente.


Volveremos.

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